Un juego distinto - Marcelo Schejtman
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Un juego distinto

Un juego distinto

Para el mejor de todo el planeta

Ayer mi hijo tiró al arco por primera vez en todo el torneo.
Pero mi emoción principal no es porque haya sido gol, al final de cuentas mi hijo tiene nueve años y la pelota picó, rebotó en un par de jugadores y después lo pasó por encima al arquero, en uno de esos típicos goles de chicos de esa edad. Mi emoción tampoco es porque con ese gol su equipo ganó el campeonato, y eso que los padres nos emocionamos con esas cosas como los perros con los asados. Lo que pasa es que la vida transcurre mucho en el trabajo, y por el mío, me ha quedado la costumbre de prestar más atención a lo que no se ve que a lo que se ve. Una de esas neurosis que nos hace tan difíciles a algunos. El caso es que ni una sola vez había tirado al arco en todo el torneo. ¿Cuánto le habrá afectado en su confianza el cambio de puesto? Me preguntaba yo. Y es que Ilan había pasado de ser un extremo brillante, de esos que amagan con la mirada, eluden, tiran una pared y llegan al fondo, a ocupar el lado derecho de la defensa, de esos que le estorban al rival que tiene la consigna de hacer todo lo anterior. Ya al segundo partido que el profe lo puso de defensor, me causó mucha menos gracia. Y cuando me di cuenta que iba a dejarlo ahí en serio, comenzó un largo camino de victimismo, que no iba a terminar hasta ese momento cumbre del tiro al arco, porque ninguno de los dos estábamos listos para semejante traición del destino. Yo, al menos, no lo estaba. Los dos ya soñábamos que con un gol suyo daríamos la vuelta olímpica en un mundial con la selección de México o la de Argentina, incluso la de Israel puede funcionar en nuestro caso, al final de cuentas sabemos que para entrar al mundo de las fantasías, con una mente creativa y un poco de inconsciencia, alcanza. Yo, al menos, soñaba con eso. Pero no iba a poder ser, porque el ignorante del entrenador lo había mandado al lugar más alejado del arco rival. Ni siquiera los centrales están tan lejos, porque los corners les pertenecen a ellos, y porque en un equipo de futbol-7 con chicos de nueve años, es el central el que recoge los rebotes de fuera del área para probar suerte. Los laterales, en cambio, son los chicos flaquitos que entienden el juego, pero no son tan habilidosos como los de arriba, ni tan grandotes como los de abajo. Si fueran comida serían un sandwich de atún, ni tan rico como un bife de chorizo ni tan sano como una ensalada césar, una cosa que solo existe porque en ese momento no hay algo mejor. Lo cual es medio raro porque Ilan es uno de los mejores jugadores de nueve años que haya visto en mi vida, y aunque cada papá del planeta cree ingenuamente lo mismo y jura que, a diferencia de todos los demás, él de verdad tiene razón, a diferencia de ellos, yo de verdad tengo razón.


El punto es que desde esa posición es más difícil que me haga caso y que la pida al pique, que eluda, que tire al arco, porque hacerlo implica desordenarse tácticamente y desatender una instrucción muy precisa del entrenador. “¿Cómo voy a irme al ataque, papá, si el profe me dice que me quede atrás?” “¡A mí me importa un carajo el profe, su abuela y el equipo de escuincles que apenas saben deletrear O-R-S-A-I! ¡Lo que yo quiero es volver a gritar un gol tuyo alguna vez, carajo!” Obviamente esto solo lo pensé, no se lo dije. Lo que sí le dije es que en algún momento va a aparecer una oportunidad de tirar al arco, no sé cuándo ni sé con qué grado de dificultad, pero que, por lo que más quiera, cuando esa oportunidad aparezca, que cierre los ojos y tire. Porque si no lo hace, un día me voy a morir y el cargo de consciencia de no haberme regalado aunque sea esa minucia barata y pasajera de alegría, le va a quedar para toda la vida. Esto último tampoco se lo dije. Pero creo que se lo transmití clarito con mi mirada llena de odio a los dioses del fútbol, que partido tras partido le negaban esa pelota que le debía quedar a modo para el tiro, mientras le decía, esto sí con palabras, pero con mi sonrisa forzada y la cien al borde de la explosión, que no se preocupe, que ya va a llegar la oportunidad.
Con algunas pelotas medio incómodas podría haber tirado, pero a último momento decidía habilitar a alguien en mejor posición, o reiniciar la jugada. “Seguro el papanatas del entrenador ya le averió el software”, pensaba yo. “¿No se da cuenta Ilan, que si se atreve a tirar podría consolidarse en el gran jugador que es?” “Sí, papá, pero no me quedó tan cómoda.” Me decía el pobre, ya no en tono de hijo a padre sino de padre a hijo, cuando regresaba mi pregunta, acompañada de una paz muy mal actuada, de por qué no se había atrevido. Y la verdad es que siempre tenía razón él y su profe, y victoria tras victoria me dejaban sin muchos argumentos para contradecirlos. Uno, dos, diecisiete mil partidos seguidos (el torneo dura nueve).


Pero la oportunidad llegó. La final fue contra un equipito con el que el torneo anterior habían perdido como siete uno; en esos torneos eso no es ni cerca una goleada y le permite a uno soñar con una historia distinta para el siguiente desafío. En este, las cosas se empezaban a dar bien y ya ganábamos uno a cero (o sea, el equipo de Ilan) y dominando. Dominando en estos casos es estar más en el área rival que en la nuestra. Mi Ilan miraba atento (siempre estuvo atento) a nuestro ataque (al de su equipo quiero decir), cuando un despeje del rival salió no tan duro, no tan suave, no tan al ras del piso ni picando, algo así como un despeje sandwich de atún, y no me interesa quién mierda habrá inventado algo así, pero en ese momento parecía como enviado por los ángeles del cielo. El tiempo se detuvo, los pelos del cuello se me erizaron cual perro al descubrir a una ardilla sonriéndole desde la barda. Ilan dio tres pasos firmes para adelante y, sin ninguna de mis dudas, ni de mis complejos, ni de mis inseguridades, le metió un tremendo derechazo que, tras varios desvíos y un pique alto, fue a colarse al fondo del arco.


Y claro que el gol lo grité, como el de Maradona a los ingleses lo grité. Pero mi emoción principal no es por eso, al fin y al cabo no nos olvidemos que mi hijo es el mejor jugador de nueve años del planeta. Y aunque parezca mentira, tampoco es porque me haya hecho caso y por fin haya tirado al arco. Mi emoción, que supera la de cualquier hazaña futbolera, y miren que si uno dice eso es porque lo que viene debe ser de proporciones bíblicas, es justo por lo contrario. Porque este lateral flaquito no me hizo caso, y no me quiso pagar una de esas deudas que los adultos creemos que la vida tiene pendiente con nosotros, que más crecen y más duelen a medida que más se cobran. Me emociona hasta la última célula del tuétano, que tampoco me haya comprado el cuento de la intrascendencia del defensor lateral que nunca le dije con palabras pero que se lo dejé muy claro igual; como cuando mi papá, en sentido contrario, me dice cada tanto que me certifique de director técnico y que le chupa un huevo que los demás hayan sido futbolistas profesionales, porque en realidad lo que me está diciendo es que cree en mí. Me emociona que entienda el juego, aunque durante todo el torneo a mí me haya parecido poca cosa. Quizás eso sea lo que más me conmueva, porque lo entiende con una precisión kasparoviana. Pero es que, además del evidente, resulta que es un juego distinto el que este flaquito entiende. Uno más importante, que tiene que ver con el fútbol por supuesto, pero también con nuestros miedos y nuestras ilusiones; con nuestra madurez y nuestra valentía. Uno que yo, a pesar de mi supuesta capacidad de ver lo que no se ve, no alcanzaba a ver.


Y pese a mi miopía y a mi probada incapacidad de aprender, él nunca dejó de intentar enseñármelo. Partido tras partido, chantaje tras chantaje, él seguía decidiendo no caer en la tentación de lo fácil, evitando un camino con el que se hubiera salvado nada menos que ante su padre. Partido tras partido él me lo explicaba a través de todos los medios pedagógicos con los que solo los mejores jugadores, líderes y maestros cuentan, pero yo, más concentrado en lo que a mí me hacía falta, que en lo que él estaba viviendo, no le entendía.


Mi emoción de hoy, entonces, la más emocionante de todas al menos, es que en este tiro de la final, y del gol que abrió el camino al título, y después de tanta explicación, por fin le entendí.

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