28 Ago Información y sabiduría
En mi texto original digo que un niño podría confundir una máquina de escribir con una computadora, pero mientras lo escribía miraba de reojo a mis hijos y me di cuenta que ni agarrándolos dormidos confundirían una antigüedad del siglo pasado, con su casa. Digamos entonces que podrían confundir un ipod con un iphone. Ahí sí, con una antigüedad de este siglo, si andan medio borrachos y distraídos en un tic toc podrían resbalar. Entonces si pensando que el ipod es un iphone, trataran de hacer una llamada, se podrían llegar a atorar. Ahora que lo pienso, lo resolverían haciendo una llamada por whatsapp. Los escuincles de hoy en día son insoportables, no importa, el punto aquí es que a veces usamos conceptos de manera equivocada y eso nos puede llevar a fugas de energía, resultados pobres y frustración.
Por ejemplo, cuando leemos un libro de superación personal, y el autor nos comparte que para generar un hábito necesitamos repetir el comportamiento todos los días por tres semanas, puede sumamente útil. Eso nos permite conocer más datos y por lo mismo, sabemos más. Pero, de contar con esa información a que repercuta en un beneficio concreto para nuestra vida, todavía falta. Vale madres saber eso, así como aprenderse de memoria “Los siete hábitos de la gente altamente efectiva”, “Piense y hágase rico” y “El sutil arte de que te importe un carajo”. Cualquiera de esas lecturas, por más chingonas que sean, nos dejan muy lejos de volvernos más sabios. Lo que sí, nos dan información y entonces la opción de hacer algo distinto; nos abren la posibilidad de cambiar, nos hacen girar los engranajes en la cabeza ante escenarios que hasta ese momento no creíamos posibles. “Qué interesante, si medito todos los días diez minutos por tres semanas ya voy a meditar para siempre, y entonces voy a ser un wey más en paz, más en armonía, más cerca del Nirvana”, podríamos entender después de leer a cualquiera de los que dicen que en veintiún días podemos transformarnos. Qué bueno que sepamos eso que antes no sabíamos, benditos sean los libros, los maestros, y todas las fuentes de riqueza espiritual del universo. Pero si después guardamos el libro en la biblioteca y nos seguimos con el siguiente, y después con el siguiente y nuestra vida siguió su curso sin virar el timón ni dos miserables graditos, pues entonces tendremos más información, pero no seremos ni una pizca más sabios.
La sabiduría es información convertida en experiencia. Para ser más sabios además de tener más conocimientos tenemos que aplicarlos a nuestra vida, y no hay manera de hacerlo sin abrirnos a la posibilidad de lastimarnos, y en este punto es donde entendemos por qué los sabios no abundan. No podemos ser más sabios sin ponernos (voluntariamente o a madrazos) en una posición de vulnerabilidad, sin haber primero aplicado información a nuestra propia vida de manera ineficiente, improductiva, dolorosa. Sin haberla cagado mil veces e incluso haber lastimado a los que amamos. Es una mierda, pero creo que es así, porque los que amamos están tan cerca nuestro, que, así como los beneficiamos cuando crecemos, también nuestras cagadas los embarran a ellos, por eso nuestros éxitos son tan dulces y nuestros fracasos tan dolorosos, porque nos llevamos entre las patas justo a los que menos esperan que los lastimemos. Es solo cuando la empezamos a cagar pero un poco mejor, que damos un pasito hacia delante en sabiduría. Nadie que no la haya tirado a la tribuna mil veces puede ser sabio. Nadie que no la haya clavado en el ángulo al menos una sola tampoco.
Por eso hay millones de personas muy cultas, con muchos títulos universitarios y una biblioteca muy ancha, que no son sabias. Y hay muchos sabios que nunca leyeron un libro ni pisaron la escuela. No conocí a mi abuelo paterno, al menos no en persona. Mi papá me cuenta que don Abraham, uno de esos gauchos judíos robustos que poblaron la provincia de Entre Ríos, al norte de Buenos Aires a principios del siglo XX, era un hombre sabio. No permitía que nadie hable en la mesa y no toleraba la impuntualidad, al grado de castigar a rebencazos a quien osara llegar un rato tarde, por haberse entretenido en un picadito de fútbol en el camino. Mi papá da fe de eso. Su abanico de emociones era tan variado como el código binario. O estaba serio o estaba enojado, no había más. Era alto y su paciencia también estaba a la altura que la vida del campo exige, en la que cada día dura años, y para esperar una lluvia se puede pasar todo el otoño.
Hay una anécdota en especial que me contó mi padre acerca del suyo solo una vez, pero que cada tanto yo la recuerdo. En una de tantas temporadas de vacas flacas, mi abuelo había pedido un crédito al banco para comprar maíz. Si ahora ponerse en manos de una institución financiera da vértigo, en esa época era un asunto solo para los más osados. Sembró a mano el préstamo convertido en semillas con la dedicación que lo caracterizaba, lo deben haber ayudado un par de peones, no más. Y acompañado de un buen sol pampero y de la dosis adecuada de agua, el maíz creció alto y fuerte. A mi abuelo se le iba inflando el pecho al mismo ritmo que crecía esa cosecha perfecta. Hasta que llegó el momento de la recolección, al día siguiente vendría el comprador y con el dinero que iba a cobrar le pagaría al banco el préstamo con todo e intereses y se quedaría algo para mejorar la casita de pensión para viajeros. Todo estaba puesto en esa siembra. Pero en lugar de recogerla ese día, para que el comprador la reciba recién cosechada, ni con un día de almacenaje, decidió esperar a la mañana siguiente.
Se fue a dormir sin saber que esa noche caería la helada más violenta de los últimos quince años, a destiempo, fuera de temporada y con tanta falta de misericordia como el banco unas semanas después. Cuando escucharon la historia de don Abraham, a nadie del establecimiento, en plena década de los cuarenta, se le movió ni un pelo ni una coma en el acuerdo de pagos, multas e intereses.
“Esa mañana fue la única vez que vi a papá llorar” me dice el mío, que cuando me lo cuenta tiene unos setenta años y estamos en la sobremesa de un domingo cualquiera en el México del dos mil y pico. Pero al contármelo, tiene unos ocho y está medio escondido, tras el umbral de su casita a orillas de un campo helado que parece una zona de guerra. “Nunca, ni antes ni después, lo vi de esa manera”, dice mientras se acuerda de más cosas que no dice.
Me encantaría tener más información acerca del impacto que esa experiencia le dejó a mi abuelo. No la tengo. Mi padre se fue del pueblo siendo apenas un chico de doce años, colado en el sulqui que llevaba a su hermana recién casada rumbo a Buenos Aires y también se quedó sin muchos más detalles. Lo que sé, es que don Abraham, de alguna manera pudo salir del apuro de esa cosecha desperdiciada y de la bancarrota que la acompañó. Tuvo ganado, sembradíos, y siguió su vida de hombre de campo humilde hasta que veinte años después, un cáncer le comió el páncreas y murió mucho antes de que yo naciera. No sé lo que mi abuelo habrá aprendido de esa experiencia y de qué manera eso influyó en la sabiduría que, los que lo conocieron de cerca, percibían que tenía. Y aunque no lo conocí en persona, de tantas historias suyas que he escuchado, me gusta pensar que puedo recrearlo como en un identikit. Me lo imagino unos meses después de aquella mañana, unos años incluso, en un amanecer cualquiera mirando el pedazo de tierra donde unos años atrás pensaba que no habría salida posible. Lo veo con el sol en sus ojos, su cara de campesino muy arrugada, sin el mate en la mano, ni perros dando vueltas, sin ninguno de sus hijos ni nietos, ni la eterna compañía de mi Bobe Esther. Me lo imagino en ese momento solo, de frente al campo y recordando quizás el peor momento de su vida, serio y tranquilo.