La felicidad o la justicia - Marcelo Schejtman
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La felicidad o la justicia

La felicidad o la justicia

Hay una pregunta que me hizo hace unos días mi amigo Marcos, uno de esos que me quieren tanto como para hacerme ese tipo de preguntas cabronas. Ojalá me la hubiera hecho cuando teníamos trece, catorce años, y uno empieza a darse cuenta que los monstruos imaginarios, que en mi infancia tanto me atormentaban desde la oscuridad de mi cuarto, son solo eso, en comparación a lo monstruos de verdad. O que me hubiera hecho la misma pregunta, pero a los veinticinco, veintiséis, cuando uno se va dando cuenta que esos monstruos más reales que pensábamos que nos hacían cosas terribles, en muchos casos no son más terribles que lo que nos hacemos a nosotros mismos.

Es increíble lo que uno puede alcanzar a ver cuando deja de mirar para afuera y, ya sea por decisión propia, por accidente o por un amigo que se acerca, de repente se topa con un espejo y no tiene más remedio que mirarse.

El caso es que, en una de mis diecisiete crisis de decepción que tengo por día, después de estar horas quejándome por alguna estupidez que hizo uno de mis tantos archienemigos imaginarios, me preguntó, medio para ayudarme y medio para ayudarse y así cambiar de tema a uno menos recurrente:

¿Lo que tú quieres es ser feliz o luchar contra las idioteces de los demás?

Y con solo preguntármelo, me ayudó más que cualquier psicólogo o coach que haya tenido en mi vida. Porque si es felicidad lo que busco, no me va a servir preocuparme tanto, por ejemplo, por las injusticias de las que soy víctima. No es que no lo sea, de verdad me parece que en la vida hay injusticias, y a veces me toca a mí vivir mi cuota. Pero el tema es que ni la justicia, y mucho menos la perfección de los demás, son requisitos para ser feliz. Ya se ha visto que quienes tienen vidas perfectas, tienden a ser profundamente desdichados, lo mismo que quienes gozan de más amor y pertenencias de lo que sería “justo”.

Es al revés de lo que nos han vendido y de lo que instintivamente hemos creído. La felicidad vive pasando el evento injusto, a través de la deslealtad de los demás (la imaginada o la real) y de la acción imperfecta. No son obstáculos a evitar lo que la vida nos presenta, ni castigos para jodernos. Son tan solo rasgos inevitables del paisaje en el camino. Sí, son las vaquitas y las montañas en la carretera; los coches vecinos que contaminan el aire como nosotros y comparten nuestro viaje. No voy a poder ser feliz si sufro porque al que acabamos de pasar lo maneja alguien que frena al cambiar de carril o va chateando.

Cuando un colega se comporta de manera infantil, nos serviría mejor pensar “mira cómo se equivocó”, en el mismo tono que usamos cuando, desde el volante, le decimos a nuestro hijo que va en el asiento de atrás “mira esa nube con forma de jirafita”. Y después seguir conversando con quien hayamos estado, o con él, sin tener por qué reflexionar tanto al respecto.

Vale la pena entender a la acción egoísta de un compañero como una ráfaga repentina de viento demasiado frío, o como un coche que nos toca al lado en un semáforo con la Ke Buena a todo volumen. No es lo más agradable que nos podría suceder en el día, pero no tendría por qué seguir restándonos tanta paz cuando la luz ya se puso verde. No tendría… pero si escribo de esto es porque a veces, a pesar de todo lo que entiendo tan bien, los guitarrones, los platillos y esas pinches trompetas desafinadas, que deben haber sido inventadas por uno de esos monstruos de los que hablábamos antes, se apoderan de mi dial por todo el día.

En esos casos, y en especial desde la pregunta de Marcos, recurro a mis líderes espirituales más sabios. Uno de ellos es Miguelito, el amigo de Mafalda, que, en su momento de mayor iluminación, le dijo: “Así como yo no coincido con muchos que piensan distinto, puedo aceptar que otros idiotas no piensen como yo.” Y de verdad me sirve darles permiso a los demás de ser distintos, pero, sobre todo, de ser idiotas.

Porque cuando no lo hago, y me creo la expectativa infantil de que el otro tiene que ser perfecto conmigo (no me interesa tanto con el resto del mundo, pero sí conmigo) me dejo vencer por mi complejo de inferioridad, o el narcisista, o ve tú a saber cuántos más, que me obligan a tomarme las cosas de manera demasiado personal y asumir protagonismos forzados. Cuando en realidad, mi malestar es solo uno de los tantos daños colaterales de una historia que no es mía y que solo exhibe la idiotez del otro.  

Sufro cuando invierto mi energía en ser el abanderado de lo correcto, y determino el nivel de justicia de cada circunstancia que me toca vivir, sin que se me escape ninguna pinche imperfección de nadie. Como si el comité olímpico internacional me pagara fortunas por darle una calificación a cada decisión de los demás. No soy ni cura, ni rabino, ni directivo, ni juez. Por lo que ni me hacen bien, ni me corresponde, ni le interesan a nadie mis calificaciones morales. En especial a los que, en todo su derecho de ser idiotas, se equivocan y doblan sin darse cuenta que yo vengo por el carril del al lado y me chocan, otra vez. En otras palabras, lo que prefiero es ir por mi camino, imperfecto, a veces pantanoso, recontra sinuoso, que ya de por sí percibo distorcionadamente siempre cuesta arriba y ser lo más feliz que pueda. Pero, ahora desde mi propia idiotez, cuanto más me preocupo por la justicia, más se me aleja lo importante. Y cuanto más construyo en lo que de verdad me interesa, y medito y hago ejercicio y como bien y resuelvo lo que tenga que resolver, y hablo de lo que siento con las personas que me importan; lo otro, que me resta tanta paz, al menos por un rato desaparece. Justo como los monstruos del cuarto de mi infancia, cuando prendía la luz.

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